por Víctor Franco Alonso
La poesía se ha quedado sin alma, la canción está consternada, la libertad del hombre brutalmente coartada.
El pasado 9 de julio, a las 5.20 de la mañana, Sudamérica comenzó a llorar al mismo son por el asesinato del genio y trovador, Facundo Cabral, en ciudad de Guatemala. Las lágrimas, en efecto, todavía no cesan y tardarán tiempo en hacerlo. El cantautor falleció a causa de los múltiples disparos que una banda de desconocidos le infringieron cuando se dirigía al aeropuerto de la ciudad en un vehiculo guiado por el empresario nicaragüense Henry Fariña.
La noticia de su muerte despertó a sus seguidores como una daga clavada en el corazón y en apenas minutos todos los medios internacionales se hacían eco del suceso. Se debate si el crimen lleva consigo tintes políticos o nexos con el narcotráfico. En declaraciones al periódico El País, la Premio Nobel de la Paz en 1992, Rigoberta Menchú, sostiene que así es.
No soy de aquí, no soy de allá, solía cantar Cabral en una de sus más famosas interpretaciones. Él no era de ningún sitio, y amaba aprovechar sus días como si fueran los últimos. “Bienaventurado el que no cambia el sueño de su vida por el pan de cada día”, destacó en una entrevista en el diario argentino El Litoral.
Nació el 22 de mayo de 1937, y según sus palabras, su madre dio a luz en las calles de La Plata, provincia de Buenos Aires. Cabral tuvo una infancia muy complicada, y en una de sus escapadas de suhogar llegó a Buenos Aires. Allí burló el cerco policial que rodeaba al Presidente Juan Domingo Perón, para pedirle trabajo para su familia.
Lo consiguió. En su adolescencia libró mil y una batallas, abandonando sus estudios a edad temprana y viéndose envuelto en altercados que le tendrían exento de libertad durante alrededor de un año. Sin embargo, en su vida de nómada encontró la luz al posicionar sus dedos en los trastes de una guitarra.
Ahí empezó todo.
Tenía suficientes historias a sus espaldas y en su cabeza, como para compartir con alguien, a quien solo con rozarle el humo de sus canciones embelesaba y contagiaba. Se palpaba la sinceridad de las palabras de quien vivió con lo mínimo y que hizo de la calle su universidad.
Un creyente fervoroso, él no confiaba en gobiernos ni en ideologías sino en la libertad e igualdad del hombre, al que creía bueno por naturaleza. Nunca acalló sus sentimientos y reivindicaciones, lo que le obligó a exiliarse de su país durante ocho años. La UNESCO le declaró Mensajero Mundial de la Paz. Compartió escenario con artistas de la talla de Alberto Cortez, Julio Iglesias, Pedro Vargas o Neil Diamond. Él, sin embargo, era un inconformista confeso y quería dar aún más a su público.
“Doy la cara al enemigo, la espalda al buen comentario, porque el que acepta un halago empieza a ser dominado”, aseguró Cabral a El Litoral en una de sus célebres frases.
Curiosamente, en el último de sus conciertos se despidió de sus seguidores para descansar en su tierra del cáncer que aquejaba; ya no volverá a subirse a tarima alguna. Esta vez se retira definitivamente del mundo que tanto le dio y otro tanto le quitó. Eso, sí, deja un legado de letras indelebles, inigualables y un vacío irremplazable. Descanse en paz, el genio, Facundo Cabral.