NOTA DEL EDITOR:
Queridos lectores, ¿sabían que en realidad estamos gobernados por corporaciones y que nuestro país es una corporación y sus funcionarios (policía, ejército, tribunales, etc.) son realmente agentes de una corporación que están allí para servirme o servirles?
En el siguiente artículo, escrito por Richard Heinberg, hace algún tiempo, descubrirán un pedazo de la historia al que, probablemente, no han estado expuestos durante su vida y su educación. Debido a su extensión, El Reportero lo publicará en partes. ESTA ES LA PARTE 3 DE UNA SERIE.
PILLAJE GLOBAL
por Richard Heinberg
Obstáculos en el Camino
El populismo de la década de 1890 fracasó por dos principales motivos: divisionismo interno y cooptación externa. Mientras muchos líderes populistas vieron la necesidad de unión entre las personas de diferente origen racial y étnico para atacar al poder corporativo, el racismo cobraba fuerza entre muchos blancos. La mayoría de los líderes de la Alianza eran propietarios de granjas blancos que fracasaron en muchos casos para apoyar los esfuerzos organizados de los pobres rurales negros, así como de los blancos pobres, dividiendo de esta forma el movimiento.
“Además de las fallas graves para unir negros y blancos, trabajadores de la ciudad y trabajadores agrícolas”, escribe Howard Zinn, “estaba el señuelo de la política electoral. Una vez aliados con el Partido Democrático en apoyo a William Jennings Bryan para Presidente en 1896, la presión de la victoria electoral permitió al populismo pactar con los principales partidos en cada ciudad. Si los demócratas ganaban, serían absorbidos; si éstos perdían, se desintegraban. La política electoral puso en la cúspide del liderazgo a los agentes políticos, en lugar de los agraristas radicales… En las elecciones de 1896, con el movimiento populista atraído hacia el Partido Demócrata, Bryan, el candidato demócrata, fue vencido por William McKinley, para quien se movilizaron las corporaciones y la prensa, en la primera utilización masiva de dinero en una campaña electoral.”
Hoy en día, un nuevo movimiento populista podría caer fácilmente debido a las mismas divisiones internas y errores tácticos que destruyeron a su contraparte hace un siglo. En la reciente elección presidencial norteamericana, los populistas enfrentaron la opción de apoyar a su propio candidato (Ralph Nader) y contribuir así a la elección del candidato republicano de la extrema derecha pro-corporativa (Bush), o apoyar al centrista Gore y ver el movimiento cooptado por demócratas pro-corporativos.
Mientras tanto, a pesar de que los afroamericanos, asioamericanos, euroamericanos y norteamericanos nativos han sido victimizados por las corporaciones, las divisiones de clase y los resentimientos históricos a menudo les impiden organizarse para defender sus intereses comunes. En elecciones recientes, el candidato ultraderechista Pat Buchanan apeló simultáneamente a los sentimientos “populistas” anti-corporativos y antigubernamentales entre la clase obrera, así como al racismo blanco xenofóbico. La crítica de Buchanan del poder corporativo era superficial, pero con frecuencia era la única crítica permitida en los medios controlados por las corporaciones. Uno no puede dejar de preguntarse: ¿fueron las corporaciones en busca de un pararrayos para reencauzar el edificio de ira contra ellas?
Mientras Buchanan no tenía oportunidad de ganar la presidencia, su candidatura levantó el espectro de otro tipo de solución a la crisis emergente de resentimiento popular contra el sistema –una solución que de nueva cuenta tiene sus raíces en la historia del siglo pasado–.
UNA REVOLUCIÓN FALSA
A principios del siglo XX, los trabajadores en Italia y Alemania construyeron sindicatos poderosos y ganaron concesiones sustanciales en salarios y condiciones de trabajo; hasta que, después de la Primera Guerra Mundial, sufrieron una desastrosa economía de posguerra, que desplegó los disturbios. A comienzos de la década de 1920, la industria pesada y las grandes finanzas estaban en un estado de colapso casi total. Los banqueros y las asociaciones de negocios agrícolas ofrecieron apoyo financiero a Mussolini –quien había sido socialista antes de la guerra– para apoderarse del poder del Estado, lo que hizo efectivamente en 1922 tras su marcha sobre Roma. En los siguientes dos años, el Partido Fascista ( de las fasces latinas, es decir, un conjunto de barras y un hacha, simbolizando el poder del Estado romano) y los partidos republicanos (que juntos habían alcanzado cerca del 80 por ciento de los votos) habían abolido los sindicatos, vuelto ilegales las huelgas y privatizado las cooperativas agrícolas.
En Alemania, Hitler llevó al Partido Nazi al poder, luego recortó los salarios y subsidió las industrias.
En ambos países, las ganancias empresariales se dispararon. Como era de preverse, dada su simpatía con los grandes negocios, el fascismo y el nazismo eran populares entre algunos prominentes industrialistas norteamericanos (como Henry Ford) y formadores de opinión (como William Randolph Hearst).
El fascismo y el nazismo se basaron en campañas de propaganda centralmente controladas que inteligentemente cooptaban el lenguaje de la izquierda (los Nazis se llamaban a sí mismos Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes –mientras perseguían socialistas y recortaban los derechos de los trabajadores). Ambos movimientos también hicieron un uso calculado de simbolismo cargado emocionalmente: satanizando minorías, apelando a imágenes míticas de un glorioso pasado nacional, construyendo el culto al líder, glorificando la guerra y la conquista, y predicando que el único papel de la mujer es como esposas y madres.
Como señala el teórico político Michael Parenti, los historiadores a menudo pasan por alto la agenda económica del fascismo –la mancuerna entre el gran capital y el gran gobierno– en sus análisis de su programa social autoritario. Además, según Bertram Gross y su asombrosamente profético Friendly Fascism (1980), es posible alcanzar objetivos fascistas dentro de una sociedad ostensiblemente democrática. Después de todo, las corporaciones mismas son internamente autoritarias (los tribunales han dictaminado que los ciudadanos renuncian a sus derechos constitucionales de libre expresión, libertad de asamblea, etc. cuando trabajan en una propiedad corporativa); y como cada vez más las corporaciones dominan la política, los medios y la economía, pueden moldear una sociedad entera para servir a los intereses de una poderosa elite sin tener que recurrir a las tropas de asalto y a los campos de concentración. Ninguna conspiración deliberada es necesaria, tampoco: cada corporación meramente actúa para conseguir sus propios intereses económicos. Si la población muestra signos de inquietud, los políticos pueden ser contratados por llamar a los resentimientos raciales y memorias de la gloria nacional, dividiendo a la oposición popular e inspirando lealtad.
En la situación actual, el “fascismo amistoso” trabaja de alguna forma como sigue. Las corporaciones bajan los salarios y pagan una cuota cada vez menor de impuestos (a través de mecanismos que hemos señalado), empobreciendo gradualmente a la clase media y creando inquietud. Como se recortan los impuestos corporativos, los políticos (cuya elección fue financiada por los donadores corporativos) arguyen que es necesario reducir los servicios de gobierno para balancear el presupuesto. Mientras tanto, esos mismos políticos defienden un aumento en las funciones represivas del gobierno (más prisiones, leyes más duras, más ejecuciones, mayor gasto militar). Los políticos canalizan el creciente resentimiento de la clase media lejos de las corporaciones y hacia el gobierno (el cual es ahora, después de todo, menos servicial y más represivo de lo que solía ser) y en contra de grupos sociales que son propensos chivos expiatorios (criminales, minorías, adolescentes, mujeres, gays, inmigrantes).
Mientras tanto, el debate en los medios se mantiene superficial (las elecciones son tratadas como concursos deportivos), y los comentaristas de derecha están subsidiados mientras que los de izquierda-del-centro son marginados. Las personas que se sienten defraudadas por el sistema giran hacia la derecha en busca de un solaz y votan por políticos que promueven las corporaciones subsidiarias, recortan los servicios de gobierno, expanden el poder represivo del Estado y ofrecen satanizaciones irrelevantes de los problemas sociales de raíz económica. El proceso se alimenta de sí mismo.
Dentro de este escenario, George W. Bush (y figuras ultraderechistas similares en otros países) no son anomalías sino, más bien, productos predecibles de una estrategia adoptada por las elites económicas –presagios de un futuro menos que amigable–, mientras que las tácticas más “moderadas” para el mantenimiento y la consolidación del poder se fundan en la avaricia corporativa y la extinción de recursos.