por Luis Carlos López
Hispanic Link News Service
Esta Navidad, compré el libro clásico de Shel Silverstein, El árbol generoso. Lo seleccioné para regalárselo a mi hermanita, Adriana. Yo descubrí la historia – que trata de un árbol que responde a los muchos deseos de un niñito – durante mi segundo año de universidad, al servir de tutor para estudiantes de primaria en escuelas urbanas en Los Ángeles.
A los once años de edad, apenas la mitad de los que tengo yo, Adriana es una escritora novata y talentosa. Yo tengo un año ejerciendo mi profesión de reportero. Hace un año, yo le iba a regalar a Adriana una composición en la que expresaba mi admiración y mi amor por ella, la cual entregaría al periódico de la universidad. Me presté el título, “El guardián en el centeno”, pero después de escribir y volver a escribir varios centenares de palabras, no logré darle forma.
Tampoco pulsé el botón para borrarla. El mes pasado, en lo que otra Navidad se aproximaba y yo veía cómo Adriana crecía tanto de altura como de espíritu, decidí rescatar mi proyecto.
Dándole al teclado de mi computadora, sentí la presencia de Adriana por encima del hombro, lo cual ocurre con frecuencia cuando estoy en casa, cumpliendo con las asignaturas. Me preparé para que me diera su crítica del lado del oído derecho.
“Hombre, ¡nada raro que sea escritor!” exclamó, dándole cumplidos al esfuerzo que hiciera su hermano mayor en una habitación mayormente vacía. De pie a mis espaldas, leyó en voz alta mis palabras. Comienzan así: Veo que mi hermanita va contando sus monedas sueltas, tratando de sumarlas todas. Sin saber por qué, le pregunto, “¿Cuánto necesitas?” “20 dólares”, responde. “¿Para qué necesitas $20?”
Tiene recelo de decírmelo. Tengo que recurrir a la astucia del hermano mayor para convencerle que me revele su secreto. “Quiero usar el dinero para comprarle regalos a la gente”, cede. “La gente” es una contraseña que significa “la familia”, no sólo los padres y los hermanos, sino todos – tíos, primos, tías – todos.
Abro la billetera y le doy $20. Me rechaza la mano, diciéndome que quiere buscar la forma de recaudar el dinero ella misma. Adriana adora el 25 de diciembre no por la alegría de ver una variedad de regalos debajo del árbol con etiquetas que llevan su nombre, sino porque, como el árbol de Silverstein, ella toma una parte activa en el hecho de dar regalos.
Mis pensamientos vuelven a un incidente ocurrido cuando yo tenía doce años. Mi mamá y mi papá nos llevaron a los tres hermanos hombres a la pizzería Shakey’s, un regalo inesperado. Sonreían y se daban codazos y suscitaron un ánimo de suspenso.
“Tenemos algo quedecirles”, dice finalmente mi madre. A continuación nos da la noticia: “Vamos a tener otro bebé”.
Mis hermanos menores se abrazan y dan vítores con mis papás. Yo no. Disiento en silencio. Puchica, me digo. No quiero otro hermano. Ocho meses más tarde, mi mamá llevó a la nueva adición a la familia López a casa, envuelta en una manta rosada. Le pregunto si puedo tenerla en brazos. Mi mamá procede, muy suavemente, a ponerme a Adriana en los brazos. Temo que la bebe comience a llorar.
No lo hace. Adriana mi mira fijamente con los ojos más inocentes que hubiera visto nunca. Me dicen que todo lo que ella quiere es amar y ser amada. Me permite rodearla con mis brazos. No protesta. No llora. Ese día aprendí lo que había sentido Holden Caulfield cuando vio deletreada la grosería en el retrete. Cuando rodeé a Adriana con los brazos, quería protegerla de lo grosero y de la violencia de este mundo. Yo quería ser su guardián en el centeno. Por supuesto que no puedo serlo.
“Todos los chicos seguían intentando dar con la argolla dorada, y también lo hacía la vieja Phoebe, y a mí me daba cierto miedo que se caería del maldito caballo, pero no dije ni hice nada. Lo que pasa con los chicos es que, si quiere ir por la argolla dorada, tienes que dejar que lo hagan”… La familia López ya sabe que la vida de Adriana es algo extraordinario. Pero algún día tendremos que dejar que vaya por la argolla dorada ella misma. Este año, le regalé el libro y mi composición completada. Ella es mi muñeca.
Ella distribuyó su tanda de regalos hechos a mano y luego me pasó una nota: “Gracias por ser un buen hermano. A mí me encantó mi regalo. Espero que sepas que también eres mi árbol generoso”. Adriana quiere que yo le enseñe a ser reportera. Si sólo supiera lo que ya me ha enseñado ella a mí. Hispanic Link.
(Luis Carlos López es graduado de la Arizona State University. Es reportero con Hispanic Link News Service en Washington, D.C. Una versión anterior de esta columna salió publicada en el blog de USA Today College. Comuníquese con él a: lclopez4@gmail.com).