por Marvin Ramírez
Mayo se presenta, año tras año, como un mes vibrante en el mundo hispano, cargado de significados y emociones. No es solo el anuncio del cambio de estación —sea primavera o otoño, según el hemisferio—, sino también una temporada rica en celebraciones que honran tanto la dignidad del trabajo como el amor más puro: el de una madre.
La primera parada obligatoria en este mes es el 1º de mayo, Día Internacional de los Trabajadores. Esta fecha, adoptada por la mayoría de los países del mundo, conmemora las luchas obreras del siglo XIX, en especial las de Chicago, que paradójicamente no se celebra en Estados Unidos —la cuna de aquellas huelgas—, pero sí en prácticamente toda América Latina. Es un día de reflexión sobre los derechos conquistados, las batallas aún pendientes, y los desafíos que plantea el trabajo digno en medio de economías precarias y crisis políticas.
Sin embargo, mayo no es solo lucha y conmemoración sindical. También es, profundamente, el mes de las madres. Aunque el calendario varía entre países, el sentimiento es universal. México, El Salvador, Guatemala y Estados Unidos celebran el 10 de mayo. Otros países como Colombia, Venezuela, Perú, Chile, Ecuador, Honduras y Puerto Rico lo hacen el segundo domingo del mes. En Bolivia, es el 27 de mayo, y en Nicaragua, el 30.
No importa la fecha exacta: el Día de la Madre es un pilar emocional y social. Las floristerías se llenan de colores, los restaurantes se abarrotan de reservas, y las llamadas y mensajes se multiplican. Las calles se visten de homenajes públicos y las redes sociales se inundan de fotografías y dedicatorias. La economía informal encuentra un impulso temporal, y las remesas crecen: los hijos que migraron, aquellos que cruzaron fronteras en busca de futuro, envían algo más que dinero. En esos giros hay lágrimas, nostalgias, ausencias, promesas incumplidas y, sobre todo, amor.
La madre, en el corazón del migrante, no es solo un símbolo: es una herida y un faro. Muchos partieron dejando atrás a esas mujeres que los criaron entre carencias, sacrificios y ternuras. Las “madrecitas”, como les dicen con cariño, siguen allá, en su tierra, esperando llamadas, visitas o simplemente recordando. Es común que en estas fechas, las emociones se desborden. Los que están cerca celebran con abrazos. Los que están lejos, lo hacen en silencio, en vigilia íntima, repitiendo frases guardadas en el corazón. Y los que ya no tienen a sus madres, encienden una vela interior y las sienten vivas en el recuerdo.
Esta mezcla de lo colectivo y lo íntimo es lo que hace de mayo un mes tan especial. Nos recuerda que somos seres sociales, pero también profundamente familiares. Nos conecta con los grandes ideales del trabajo justo y también con la ternura de un almuerzo hecho con amor. Nos obliga a mirar tanto al futuro como al pasado: al futuro que soñamos construir con trabajo digno y al pasado que nos formó desde el regazo de una madre.
Pero más allá de las cifras de ventas, los picos de llamadas internacionales o los homenajes florales, estas fechas nos invitan a un gesto fundamental: la gratitud. Gratitud hacia quienes han trabajado por nuestros derechos. Gratitud hacia quienes nos dieron la vida. Gratitud hacia quienes, sin pedir nada, lo han dado todo.
Ojalá este mes de mayo no pase solo como una sucesión de fechas marcadas en el calendario. Ojalá se convierta en un espacio de reflexión, de acercamiento humano, de reconocimiento al sacrificio ajeno. Porque el trabajo dignifica, pero también agota. Porque el amor materno sostiene, pero también duele. Y porque, en el fondo, todos cargamos historias similares: de lucha, de migración, de distancia, de amor.
Que los que tienen el privilegio de abrazar a sus madres, lo hagan con conciencia. Y que los que solo pueden recordarlas, lo hagan con paz. Porque mayo, al final, es el mes donde florece la memoria.
