por Pedro Arroyo
Mientras se deslizan los agentes de inmigración a lo largo de California en busca de familias indocumentadas radicadas en antiguas comunidades, como si hubiera sido ayer mi mente vuelve a un día caluroso de agosto hace veinte años. Volvieron mis padres del trabajo, el rostro transfigurado por el terror. Era como si se hubieran topado con el diablo mismo.
Incapaces de pronunciar palabra al comienzo, de a pocos nos relataron cómo esa tarde el Servicio de Inmigración y Naturalización había realizado una redada de la fábrica de ropa en la que laboraban. A mediados de la década de los ochenta, el Servicio de manera rutinaria irrumpía en las fábricas del distrito de fabricación de ropa de Los Angeles, acorralando y deportando a cientos de obreros mexicanos como mis padres. Vivían atemorizados por la migra.
-Esa vieja fábrica guarda un sentido especial para mí. Ofreció a mis padres el primer trabajo que tuvieron en los Estados Unidos y es donde se enamoraron. También fue el primer lugar en el que mi hermano y yo trabajamos. Nos dio el primero trabajo de verdad cuando estudiábamos la secundaria. Trabajamos allí un verano y nos enteramos de los sacrificios por los que pasaban nuestros padres por darnos una buena vida.
La maquinaria de hilar y tejer de la fábrica era como las imágenes que mi libro de historia portaba para dar lección sobre la era industrial. Las máquinas databan desde los albores de los años veinte. Estaban sucias y en constante desarreglo. Cuando funcionaban, creaban tal bulla que era imposible hacerse oír.
Mi madre trabajaba en una máquina de hilar. El trabajo de mi padre era hacer funcionar la vieja maquinaria. Durante los quince años que trabajó allí, revivió a muchas máquinas antiquísimas. Nos decía, «A pesar de la poca paga, siempre tendré trabajo aquí».
Se llenaba el recinto de polvo de las muchas telas y prendas que se hilaban y se tejían, causando con frecuencia problemas respiratorios a los empleados, incluyendo a mi mamá.El edificio no contaba con la ventilación adecuada. Hacía muchísimo frío en el invierno y era un baño a vapor durante el verano.
Pero aquella fábrica ofrecía trabajo a mis padres, y sin hacerles preguntas.
Había allí un sentido de familia. En la fábrica mi madre conoció a las mejores amigas que hasta ahora mantiene. Algunos de los compañeros venían de Michoacán, el mismo estado mexicano en el que se habían criado mis padres.
Se formó una red especial de apoyo entre los trabajadores de la fábrica, en particular entre las mujeres. Mi madre vendía tamales a los compañeros de trabajo para suplementar sus ingresos. Su comadre vendía alhajas a crédito a quien quisiera comprarle.
La fábrica contaba hasta con su propia curandera, quien allí mismo efectuaba curaciones espirituales y dispensaba remedios.
A pesar del entorno familiar, mis padres trabajaban y vivían con pavor, preocupados siempre por nuestra seguridad. Los rumores de los amigos y vecinos eran constantes sobre las diversas redadas de la migra que ocurrían por todo Los Angeles. Temían al Servicio de Inmigración más que nada en el mundo.
Sin embargo, nada pudo preparar ni a mis padres ni a nosotros por lo que ocurrió esa tarde calurosa de agosto.
Estaba cada uno en su puesto de trabajo cuando comenzó la redada: mi mamá en el tercer piso, mi papá en el quinto. Entraron los agentes de inmigración sin previo aviso y comenzaron a pedir documentación a los obreros, avanzando por cada uno de los seis pisos del edificio.
Los obreros del primer piso no tuvieron la oportunidad de escapar.
Mi madre contó cómo algunas de sus amigas intentaron huir por los ascensores de carga, para descubrir muy tarde que los habían clausurado. La gente se ocultó en cajas llenas de prendas, detrás de máquinas y de cubos de basura grandes. Algunos se cubrían de ropa de todo tipo y color. Algunos se fueron por la escalera de incendio para evitar la captura.
Mis padres y algunos de sus amigos lograron de alguna forma llegar al antiguo ático de la fábrica para esconderse dentro de unas grandes cajas llenas de ropa. «Nos cubrimos con todo lo que pudimos encontrar», recuerda mi papá hasta el día de hoy.
«Hacía calor, era pegajoso y se nos hacía difícil respirar, pero lo hicimos igual».
Los agentes entraron al viejo ático, iluminaron brevemente todo con sus linternas; dijeron un par de cosas y salieron después de un minuto más o menos. «Pero fue el minuto más largo que he pasado en mi vida», recuerda papá.
De las 100 personas que trabajaban en la fábrica, sólo lograron huir unos cuantos. El propietario envió a casa a los que se revelaron después de la redada. Dijo que faltaba gente para completar el trabajo. Dudo que estuvieran con ánimo de hacer el trabajo, de cualquier forma.
Si a mis padres los hubiesen capturado, nos habría significado una catástrofe económica y emocional familiar. Yo tenía doce años en aquel entonces, con dos hermanos menores y algunos parientes en Los Angeles, pero sin mucho más. ¿Quién habría visto por nosotros si a mis padres los hubieran deportado? El sólo pensarlo aun me aterra, veinte años más tarde.
Después de la redada, mis padres se volvieron mucho más cautelosos con los lugares que frecuentaban. Ya era una lucha hacer que mi padre nos llevara a pasear. Los paseos a lugares desconocidos se volvieron hasta más infrecuentes.
Nos advirtieron que tuviéramos cuidado con unas furgonetas color aguacate, lunas ahumadas. Nos aleccionaban a correr y escondernos si veíamos a una pasar.
Conocíamos bien nuestro entorno, hablábamos perfecto inglés, y compartíamos la valentía inocente de la juventud. Nuestro temor no se aproximaba siquiera al miedo que sentían nuestros padres.
Por costumbre, los hombres que trabajaban en la fábrica se reunían cada viernes a jugar pelota en el barranco Chávez. La semana de la redada, no hubo partido. El equipo entero, con la excepción de mi padre y uno más, había sido deportado.
Para mediados de la semana siguiente, la mayoría de los hombres habían vuelto a Los Angeles y al trabajo. Se reanudaron los partidos de béisbol. Si bien los hombres bromeaban sobre la redada, había algo en su risa exagerada que me indicaba que aún tenían miedo.
A los obreros que lograron volver a Los Angeles a pocos días de haber sido deportados los vi como héroes. Encontré en ellos una determinación increíble por sobrevivir, por dar seguridad a sus hijos, por sobreponerse a cualquier obstáculo, sin importarles la dificultad.
En 1986 mis padres solicitaron la residencia bajo el Acta de Reforma y Control Migratorio, conocida más bien como el programa de amnistía. En 1988 nos hicimos en residentes legales de los Estados Unidos. Una década de vivir en la penumbra se había acabado.
Ya no teníamos que temer las redadas ni las furgonetas color aguacate que se habían llevado a tantas personas. La tarjeta verde les dio a mis padres la oportunidad de buscar empleo mejor remunerado. Después de casi 15 años de trabajo en la fábrica, mis padres se sintieron libres de buscar mejores oportunidades y una mejor vida para sus hijos.
(Pedro Arroyo es redactor y productor de la estación de radio pública KCBX en San Luis Obispo, California. Comuníquese con él a: parroyo13@hotmail.com). Este columna se publicó originalmente en julio 2004 en Hispanic Link Weekly Report. © 2004