martes, noviembre 19, 2024
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La matanza callejera al lado de casa

by David Smith-Soto
Hispanic Link News Service

EL PASO, Texas – Durante casi un siglo entero, varias generaciones de estudiantes mexicanos han recorrido el trayecto entre Juárez y el recinto universitario de la Universidad de Texas en El Paso (UTEP). Este mes, fueron asesinados dos de ellos en la ciudad vecina, acribillados con 36 balas de alta potencia en lo que se dirigían en auto a un vecindario residencial de Juárez en el que vivía uno de ellos.

Manuel Acosta, de 22 años, condujo su Nissan Sentra rojo de UTEP, cruzando la línea fronteriza en la tarde del 2 de noviembre, hacia Colonia Rincones de Santa Rita, donde vivía su pasajero, Eder Díaz, de 23 años.

Los mataron a tiros en el cruce de las calles De La Arbolada y Manglares, dentro del auto, cerca de la casa de Díaz. Los que dictamos cursos aquí en este lindo recinto universitario ahora estamos preocupados por la seguridad de cada uno de los tantos 1.400 estudiantes que a diario cruzan el puente para venir a estudiar aquí, volviendo después a casa, pasada la tarde.

Yo dicto cursos de periodismo. Muchos de mis ex estudiantes que hacían el trayecto para llegar aquí ahora ejercen la profesión en periódicos de Juárez.

Con la explosión de violencia relacionada a los narcóticos que se iniciara en el 2008, la UTEP estableció pautas que prohíben que ningún estudiante ni docente entre en actividad universitaria alguna en Juárez. Muchos de mis estudiantes actuales son reporteros de Borderzine.com, el taller principal de sala de redacción de nuestro programa de periodismo.

Les digo ahora que no hay nota alguna que valga una vida, y les he prohibido hacer reportajes desde Juárez. Incluso aquellos que viven en Juárez están vedados de reportar desde allí. Esa cuidad está en guerra y allí no existe una zona verde.

En los últimos dos años, han muerto miles de personas en aquella ciudad fronteriza, tan cercana a mi salón de clase que puedo divisar la ropa tendida a secar en los tendederos del otro lado de la carretera interestatal. En lo que hoy llamamos la guerra por las drogas en México, 6.800 personas han sido asesinadas a tiros, mutiladas, descuartizadas, decapitadas, y colgadas cual animales de carnicería de los puentes de carretera.

Salones llenos de gente ha sido acribillada en centros de rehabilitación para adictos y en fi estas de cumpleaños en residencias privadas. Los patios de atrás de la casa se han convertido en fosas superfi ciales en lo que se pelean los carteles de trafi cantes por el poder, por el derecho a entrar de contrabando las drogas a los Estados Unidos, y después regresar de contrabando millones de dólares en efectivo a México.

Dentro del vacío que ha quedado gracias a la ausencia de fuerzas del orden eficaces, y la falta de una autoridad política creíble, una legión de subsidiarios criminales se ha hecho con la sociedad civil. Aún con soldados armados de patrulla por las calles, todos los días las personas de a pie resultan secuestradas por un puñado de pesos. Uno de mis estudiantes se escapó con las justas de unos secuestradores hace un par de días. La pandilla ya le estaba exigiendo el rescate por teléfono a su familia en lo que algunos de sus miembros lo perseguían por el puente.

Los negocios de todo tamaño – desde los vendedores ambulantes hasta las boutiques muy fi nas – están  siendo presionados a pagar a los pandilleros dinero de protección sólo para mantenerse abiertos. Cualquier criminal tiene derecho a extorsionar en una ciudad que carece de límites judiciales.

Los mercados que alguna vez bullían con turistas gringos, ahora aguardan, pobres y solitarios, las visitas que nunca vuelven. Han desaparecido ya los días en los que cruzábamos el puente por capricho para comer en uno de los restaurantes de clase mundial en Juárez, siempre mejores que los que había en El Paso.

Se ha dicho más de una vez que la frontera entre EE.UU. y México conforma un tercer país, ni EE.UU. ni México, sino Frontera, con el orgullo de una herencia especial, la combinación de ambas culturas. Sin embargo, la violencia sin tregua ha clavado una estaca sangrienta al corazón de nuestra manera de vida tan especial.

Secretaria de Estado, Hillary Clinton, recientemente causó furor entre las autoridades políticas mexicanas con decir que la violencia en México era una “insurgencia”. No les gustó nada. Hay que pensar en una insurgencia como una guerra como las que EE.UU. y toda su fuerza ­militar y los aliados de la OTAN han estado peleando hace casi una década en Irak y en Afganistán.

En realidad, el decir que lo que ocurre al otro lado de El Paso es una insurgencia es una subestimación del problema. Nuestra ciudad hermana se parece más ahora a Mogadiscio, dividida entre capos narcotraficantes quienes fi nancian la matanza con la exportación de narcóticos ilícitos y la importación de camiones llenos de efectivo. Controlan la región, y no se vislumbra ninguna oposición viable.

Nuestra ciudad hermana es una Grendel que se devora a sus propios hijos, una Llorona a quien nadie quiere oír.

(David Smith-Soto es director ejecutivo de Borderzine.com, una publicación en línea de estudiantes de periodismo latinos en coordinación con la Universidad de Texas en El Paso).

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