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La manera cómo lo llevábamos

José Antonio Burciaga

A fines de los años cuarenta, no existía el “look” tan popular de hoy, arrugado – ni siquiera el de lavar y ponerse – por lo que mamá nos plancharía las camisas y los pantalones. A algunos les pondría almidón. Los filos de nuestros pantalones, los cuales llamaríamos tramados o tramos, se elogiaban mucho. Nos desfilábamos, manos en los bolsillos, negándonos a sentarnos para que las rodillas no mataran el filo del pantalón.

En la escuela estábamos obligados a sentarnos; lo hacíamos con ciudado, estirando las piernas para conservar ese filo.

Entre los pachucos, se exigían aún más el filo al pantalón. Su pose rígido de pie no sólo llevaba un mensaje de orgulloso desafío, sino que también conservaba el filo del pantalón. Muchos de los jóvenes nunca se sentaban; se apoyarían la espalda o se mecerían de pie en pie para aliviar los pies y la espalda cansados.

La ropa de los pachucos era uniforme sagrado. Eran mínimas las confrontaciones físicas para evitar desarreglarse el cabello, el filo del pantalón, y el brillo de los zapatos. No había nada como una marca sobre el zapato negro para arruinarle la noche a alguien, y el desordenarle cualquier prenda de ropa podría ser suficiente razón para pelear. “¡Me pisaste el zapato, ese!”

Con la participación de este país en una cadena de guerras desde los años cuarenta, la fuerza militar ha tenido un profundo efecto sobre los estilos y la psíquis de muchos jóvenes latinos quienes también deben pelear por sobrevivir en los campos de batalla de sus barrios.

En las épocas en que el servicio militar era de “ven a unirte a nosotros para que te alistemos”, era fácil para los chicanos llevar el ritmo de su filo militar. Después de la segunda guerra mundial, muchos chicanos, quienes se habían hecho hombres en el servicio militar, regresaron a casa sin nada que ponerse que sus pantalones khaki, camisetas blancas y zapatos negros de mucho brillo. Así este estilo se hizo uniforme en el sur de El Paso y en muchos otros pueblos del suroeste.

El orden militar para la ropa se preservó con el pelo más largo, peinado para atrás y alisado con un gel con base en el petroleo que olía a perfume y venía en una lata con la imagen de un loro de muchos colores. “La Parrot” era de reglamentación para el cabello de los jóvenes “pachukes”.

Mi hermano y yo usábamos una brillantina de aceite líquido de México que se llamaba – y olía a – rosas. Un amigo de la familia que vendía productos de belleza nos dio un galón. Aunque yo lo usara apenas, Efraín se empaparía la cabeza hasta el punto que a veces le corría por la cara y el cuello.

Todos nuestros amigos llevaban algo similar. Estos eran los años en los que el resto de país usaba Wildroot Cream y Vitalis. Una cabeza con el cabello grasoso contra un pizarrón en la escuela dejaba estelas aceitosas, de olor dulce.Al otro extremo del cuerpo, los zapatos tenían la misma importancia. Según el estilo, los llamábamos o tablitas o chalupas o calcos, un término hispano-germano antiquísimo para zapato. Estaban de moda las chapas de metal – de nuevo, algunos pachucos iban al extremo con chapas de caballo sobre el tacón y una chapita sobre la punta de cada zapato. En las peleas las chapas eran mortales, pero para caminar también eran peligrosas. Las chapas nos hacían machos, pero también cicatrizaban los pisos.No todos los pachucos llevarían chapas. Algunos preferían la seguridad, el silencio y el elemento de sorpresa de los zapatos sin chapas. Se prefería los zapatos negros, con calcetines blancos y, pantalones khaki. Las correas más populares eran de color dorado o plateado, de una angostura de cuarto de pulgada. Mientras más angosta la correa, más de moda tú.

Y entonces había camisas, llamadas lisas. Las mejores eran de seda, pero más probable eran de un algodón liviano y suelto, de colores sólidos pero pálidos. El azul era popular. Las lisas eran la pieza más importante de la vestimenta. Se destacaban.

Las mejores no eran de Taiwán, sino de California. Era normal revisarle la camisa a un tipo, sentir la tela y reconocer la calidad de California. Este gesto perdió su sentido cuando el revisar una camisa llevaba a meter la mano en el bolsillo del tipo para robarle un cigarrillo.

No muchos muchachos compraban cigarrillos. Más probable era el, “Pasa las tres”, código que llevaba mucha autoridad. Las tres pitadas nunca se negaban.

El fumar era ser fenomenal y elegante. A los cigarrillos los llamábamos frajos (que no se encuentra en el diccionario) y las cerrillas eran metchas, término chicano para “matches” (en inglés) o trolas (tampoco en el diccionario). Los frajos más populares eran los Paul Mall sin filtro.

El otro adorno era una medalla religiosa de oro, que uno normalmente recibía de la jefita (mamá). Nosotros no éramos pachucos, pero de cierto grado aproximábamos ese look, en la manera que llevábamos nuestras garras.

Era nuestro blindaje, cómo nos vestíamos para nuestro rito de paso hacia ser hombres en una sociedad que acepta más ahora que “la fuerza hace el derecho”. Aquellos días de bravura juvenil parecen estar muy distantes, pero en realidad, sólo fueron hace una cuantas guerras.

En 1991, el año del Golfo, ni los estilos ni las psiquis de nuestros guerreros del barrio han cambiado mucho.

­(Esta nota “Cultural Classic” del difunto autor y muralista José Antonio Burciaga fue redactada para Hispanic Link News Service en 1991). © 2009

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