Es muy triste ver como millones de hermanos latinoamericanos junto a otras nacionalidades de alrededor del mundo, se desbordan en la frontera para entrar a los Estados Unidos, con la esperanza de alcanzar un alivio a sus desdichas, a sus faltas de oportunidades que no obtienen en sus países de origen, para poder vivir una vida desahogada y próspera.
La desesperación en que viven esos seres humanos que no pudieron en sus países llenar un sueño de salir adelante económicamente para la felicidad de sus familias, es dolorosa.
Estoy sentado en la mesa de un restaurante nicaragüense comiéndome un rico filete de pescado con gallo pinto y tajadas de plátano maduro. Al lado está sentada una señora puertorriqueña que en una ocasión dijo que tenía 93 años. Ella llega con su cuidadora casi todos los días a saborear los platillos del Restaurante Las Tinajas en SF.
Me quita la concentración a mi comida una dama que se acerca a la viejita y le pregunta si necesita a alguien para trabajar en su casa, o si no sabe donde necesitan a alguien.
La señora le contesta que no, y luego de un cruce de palabras, la mujer se acerca a una trabajadora que llegó a recoger los platos sucios de la mesa.
La mujer le pregunta si necesitan a alguien para trabajar. Esta le contesta que no.
Luego la mujer se dispone a salir del restaurante, y se me ocurrió llamarla. «Hola, disculpa», le dije. Ella voltea a ver y se me acerca.
¿Que sabes hacer»?, le pregunté.
«Bueno, cualquier cosa, limpiar casas, ayudar en restaurante…»
Seguido la invito a sentarse en mi mesa para que me cuente su situación. Me empieza a contar que es de Nicaragua, sin saber que el restaurante en que está es nicaragüense.
Este restaurante es nicaragüense», le dije. ¿»Oh sí»?, me contesta extrañada.
«Sí», le contesté.
Me dice que lleva tres meses en EE.UU. y que desde que llegó no ha conseguido trabajo, a pesar de que ha andado tocando puertas de negocio en negocio en busca de empleo. Tiene permiso de trabajo. Que vive con su amiga en una ciudad cercana y que se moviliza por el tren (BART o Metro) y en una patineta eléctrica que le presta su amiga, que es quien la pidió a través del programa de parole humanitario ampliado que EE.UU. puso en marcha en octubre de 2022 para migrantes venezolanos y se amplió después a Cuba, Nicaragua y Haití, para un permiso de dos años.
Adivinando que tal vez no había comido le ordeno un plato de comida y le regalo $20.
Me los acepta con pena, con un «no se preocupe…» Me imaginé que le servirían.
Le di varios contactos de conocidos dueños de restaurantes para que los contactara.
En otra ocasión mientras voy caminando sobre la acera en la calle Misión en del Distrito de la Misión de San Francisco, algo me llama la atención.
«Arepas frescas», creo que decía el letrero que una joven muy simpática con sonrisa complaciente, sostenía y mostraba a los que pasaban por ahí.
Sentí curiosidad y le pregunté de donde era. Me contestó que de Venezuela, y que llevaba varios meses en EE.UU. Me relató que en su país había estudiado ingeniería industrial, que tenía una niña chiquita y que vivían con su esposo. Me maravillé de su esfuerzo y creatividad.
Otro día, siempre por la misma calle Misión una mujer con un embarazo de unos 7 meses iba con su marido ofreciendo «refrescos de frutas, ricos y con todo natural, sin azúcar», y bizcochos dulces, en un carrito. Le compré un baso, y estaba delicioso. Me cobró $10.
La cantidad de profesionales que andan en tierras extrañas, sin el idioma inglés, y quien sabe con que limitaciones de vivienda, buscando el pan de cada día, sin poder trabajar en sus respectivas profesiones, y muchas veces sin poder conseguir un trabajo, es lamentable.
La mayoría han abandonado todo en sus países: esposos o esposas, hijos dependientes, sus casas donde tal vez no pagaban renta, y encima de eso muchos empeñaron sus propiedades a intereses altos, que tal vez las puedan perder si no consiguen trabajo pronto luego de haber llegado acá. Y la tristeza mayor: no saber el idioma, lo que los hace vulnerables a ser explotados, humillados y discriminados.
En ciudades grandes como Nueva York y Chicago, la gente local ya se está levantando en contra de sus alcaldes y políticos por promover la recibida de estos refugiados, pues las ciudades están proveyendo servicios y recursos que éstos claman, «que deberían ser utilizados en las comunidades locales», lo cual está arriesgando a estas ciudades a quebrar económicamente.