jueves, diciembre 26, 2024
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Cuando las marcas de agua identificaban la condición social de mi generación

by John Flórez
Hispanic Link News Service

Con cada año de alta tecnología, el vocabulario de los estudiantes escolares se expande a nuevas órbitas. Los vocablos comunes de la era de la máquina de escribir, como Wite-Out (líquido corrector) y retorno de carro y, más tarde, las bolas de escribir y las máquinas Selectric, quedan relegados al desuso, sustituidos por las conversaciones de la nueva generación sobre el texteo, Twitter y WiFi.

Lo misma va para las costumbres, las culturas, y de hecho, la clase social.

Hace muchos años en la escuela primaria Riverside, en la ciudad de Salt Lake City, las “marcas de agua” significaba algo particular para mí y para mis compañeros de clase, tanto blancos como latinos. Cuando levantábamos la mano, los maestros con facilidad nos veían las marcas, las vetas sucias que bajaban por nuestros brazos. Estas vetas revelaban cuáles de nuestras familias – carentes de agua corriente – hacían fila cada día con los hermanos para bañarnos en la bañera galvanizada con agua espumosa y marrón de nuestras familias.

Los niños de la familia Flórez pertenecían a otra generación de “marca de agua”.

Mis padres, Reyes y Chona, llegaron a los Estados Unidos a los albores del siglo XIX desde el estado mexicano de Zacatecas, para escapar la Revolución. Al cruzar la frontera para empezar de nuevo en el estado de Utah, rascaban para conseguir lo básico, lo cual damos por sentado tener ahora. En muchos de nuestros barrios, el baño exterior formaba parte de la silueta de cielo. Se calentaba las casas con hornos de madera y carbón. Andábamos con huecos en la suela del zapato. Sospecho que fue nuestra generación la que empezó con la moda de la ropa harapienta.

Las escuelas eran unos edificios básicos. No tenían cafetería, ni calefacción central, ni aire acondicionado. Controlábamos las temperaturas del aula con abrir la ventana o con llevar abrigos. Al mediodía comíamos sentados en nuestros pupitres, los cuales estaban unidos con pernos y también al suelo. Las loncheras de Roy Rogers eran signos ostentosos de nuestra aculturación, y de nuestra elevada movilidad social. Mis hermanos y yo llevábamos el almuerzo en bolsas de papel o envueltos en el celofán del pan Wonder Bread. Al comienzo me daba vergüenza sacar las gorditas que me había preparado con amor mi mamá. Eran tortillas gruesas, horneadas, parecidas al pan pita de hoy en día. Nuestra madre las llenaba de deliciosos huevos de nuestras propias gallinas, y con frijoles refritos. Los inteligentes compañeros blancos olían las gorditas y con frecuencia ofrecían intercambiar sus sándwiches de bologna con nosotros. A veces accedía al intercambio.

La mayoría de mis coetáneos que nacieron en los EE.UU. hablan de ser del este o del oeste de las rieles del tren. Yo no vine de ninguno de esos lados. Yo nací al medio. Nuestra casa era un viejo vagón de pasajeros de tren, sin ruedas, abandonado entre varias líneas de rieles. Un lado lo compartíamos mis hermanos y yo. No había electricidad y el baño exterior era helado. Mi padre cargaba el agua de la torre de ferrocarril aledaña. Para bañarnos, mi madre hervía agua sobre la estufa. Mi hermano y yo nos turnábamos hincándonos en la bañera galvanizada. El último en bañarse lo hacía con un anillo de jabón alrededor de la bañera.

En las noches de invierno, mi padre encendía la estufa con bloques desechados de traviesas de ferrocarril inmersas en creosota. Para la cocina y la calefacción, recogíamos pedazos de carbón que sacudían los ingenieros del tren. Por las mañanas, esperábamos a que nuestro padre volviera a encender la estufa.

No teníamos rethorfrigeradoras, sólo cajas de hielo. Los días calientes de verano, una de las ventajas de vivir cerca de la estación de ferrocarriles Denver y Rio Grande era que podíamos llevar a nuestra carreta de madera para recoger pedazos de hielo que tiraban al limpiar los porteros de los carros del tren.

Ahora, en lo que prendo la ducha caliente cada mañana, doy gracias por las bendiciones que tengo. Y cada vez que se me ofrece la opción de usar una marca de agua en un documento por computadora, me pregunto si estas nuevas generaciones podrán apreciar las bendiciones que tienen. Feliz año nuevo.

(John Flórez es columnista con The Deseret News en Salt Lake City, Utah, y contribuye comentarios con frecuencia a Hispanic Link News Service. Comuníquese con él a jdflorez@comcast.net).Para ver esta columna y mucho más, visite www.HispanicLink.org.

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