por Emma Volonté
Exclusivo para El Repotero
Arriaga es una etapa obligada para los centroamericanos indocumentados que migran a los Estados Unidos. Cruzan el Río Suchiate, que divide Guatemala y México, y llegan a Tapachula. De allí sólo unos 260kms los separan de Arriaga, ciudad chiapaneca de donde sale “La Bestia”, el tren de carga donde ellos suben para viajar hacia el norte.
María cuenta haber caminado 10 días para llegar a Arriaga desde la frontera. Sin embargo, la mayoría de los centroamericanos viajan en microbús, y se bajan un poco antes de cada retén migratorio que se encuentra en la carretera. Se internan en el monte y caminan varios kilómetros hasta que, más allá de éste, regresan a la carretera para esperar otro microbús. “Los choferes nos cobran hasta el triple para llevarnos”, cuenta Rolando, quien viene de Guatemala.
En los tramos que los migrantes recurren para evitar los controles de la policía migratoria se esconden bandas locales que asaltan, secuestran, violan a las mujeres y matan a quienes se niegan a cooperar. Las autoridades no los protegen: Chiapas es el Estado de México donde la policía comete más abusos en contra de los centroamericanos.
Muchos migrantes pagan a un pollero para que los lleven hasta la frontera con los Estados Unidos. Según Carlos Bartolo Solis, coordinador regional de la asociación Promigrante en Arriaga, “Al verdadero pollero nunca lo vas a ver: él contrata a otra persona que lleva la gente y se encarga de pagar las mordidas a la Migra. Para viajar desde aquí hasta la frontera norte cobran 90 mil pesos (más que $6,500 dólares)”.
Una vez en Arriaga, los indocumentados pueden hospedarse en el Hogar de la Misericordia, creado en 2004 por Padre Heyman Vázquez.
“Aquí ofrecemos ropa, cama, atención médica y ayuda moral. También regalamos una mapa de riesgos, una guía que ubica los riesgos que hay en el recorrido”, relata Padre Heyman.
No todos los migrantes se quedan en su albergue: los que tienen más dinero duermen en las posadas del centro, otros entre las tumbas del panteón municipal o en las vías del tren.
Encontré a Franklin, un hondureño de 26 años de edad, mientras caminaba entre los vagones con sus muletas. Los accidentes durante el viaje en tren son muy comunes: muchos se lastiman en el intento de subir al techo de la Bestia, otros durante el mismo viaje, puesto que la única forma de asegurarse al vagón es amarrarse por la cintura a una parilla. Además, en la mitad de abril el flujo de migrantes que viajan en el tren aumentó considerablemente, y con esto la peligrosidad del viaje: de las 600 habituales, se llegó hasta 1,500 personas.
Flanklin se lastimó viajando en el tren: puso el pie en la pieza de acero que asegura los vagones y, cuando estos se acercaron, se destrozó el talón. Estuvo sangrando doce horas antes de que el tren se detuviera. Flanklin ya había estado una vez en Arriaga.
“Aquí estuve con una chiapaneca, que se quedó embarazada. Me fui al norte para buscar trabajo y durante el viaje tuve el accidente. Ahora regresé y me están prohibiendo ver a mi hija, me duele el corazón de no poderla abrazar. Voy a ir a la Ciudad de México para buscar trabajo, así que por lo menos le pueda mandar dinero”. Preguntado cómo piensa viajar con la pierna en esta condición, responde: “Dios es siempre maravilloso”, me contesta.
Todos hablan de Dios, de los Estados Unidos y de la violencia de las maras. Ana tiene 26 años, un hijo de cuatro y es salvadoreña.
“Allá está muy duro, la mara no te deja trabajar, siempre te pide dinero. Si quiere que te hagas pandillero y te niegas, te mata. Hace poco mataron a tres niños por ir a la escuela en un barrio distinto al lugar en donde viven. No sé adonde iré, pero quiero que mi hijo estudie, porque yo no pude hacerlo”.
También Pedro viene del Salvador y dejó el país por la violencia de los mareros: es homosexual e intentaron violarlo. Logró evitarlo, pero tuvo que escaparse para que no lo encontraran. Vive en la Ciudad de México desde hace un año y bajó hasta Tapachula para que le entregaran los papeles de refugiado. Sin embargo, los papeles no estaban listos y ahora tiene que regresarse a la Ciudad de México: le toca otro viaje en La Bestia.
Lo anterior fue duro: “Ser migrante es muy difícil, y ser homosexual y migrante aún más. Somos blanco de violadores, ladrones y secuestradores. Casi siempre se cuelan delincuentes con nosotros. Un chavo de Guatemala me quiso robar mi reloj, yo me resistí y fui a denunciarlo a la autoridad, que no hizo nada al respecto. Cuando le dije que él me quería violar, la policía se reió”.
También el crimen organizado se dedica a asaltar a los migrantes, especialmente el cártel de Los Zetas. Éste suele secuestrar indocumentados y los obliga a trabajar con ellos, o pide un rescate a las familias. En los últimos cuatro años, 80 mil migrantes han sido secuestrados.
“Qué se puede hacer para enfrentar esta situación?” Se le preguntó a Bartolo Solís. “Habría que eliminar la visa para los centroamericanos y ceder el paso libre por el territorio mexicano. Así los migrantes viajarían con dignidad, en autobús en lugar que con el tren, y no serían presa fácil de extorsiones y secuestros”.