por Marvin Ramírez y el equipo de El Reportero
En una medida sin precedentes que ha provocado indignación entre juristas y defensores de los derechos civiles, el gobierno de Trump se ha negado abiertamente a cumplir una orden de la Corte Suprema de Estados Unidos para facilitar el regreso de Kilmar Armando Abrego García, un salvadoreño deportado injustamente de Maryland a El Salvador.
A primera vista, esto podría parecer un caso clásico de desacato judicial. Un hombre que residía legalmente en Estados Unidos, con una orden judicial de inmigración vigente que lo protegía de la deportación, fue deportado por la fuerza, y ahora el gobierno se niega a traerlo de regreso, incluso después de la intervención de la Corte Suprema. Pero la realidad es mucho más compleja. Y aunque moralmente alarmante, la respuesta del sistema legal podría no implicar el castigo que muchos exigen.
La crisis legal y moral
El caso de Abrego García es innegablemente trágico. Según los registros de inmigración y una sentencia de 2019 de un juez de inmigración, no solo cumplía los requisitos para permanecer en Estados Unidos, sino que también se le había concedido protección contra la deportación. Sin embargo, fue deportado en marzo de 2025, una acción que el gobierno ha admitido posteriormente como un error.
Los tribunales actuaron con rapidez. Un juez federal de distrito en Maryland dictaminó que la deportación fue ilegal y ordenó al gobierno que devolviera a Abrego García. La Corte Suprema se hizo eco de esta decisión en una decisión de 9 a 0 que instruyó al gobierno a «facilitar» su regreso, aunque no llegó a especificar con precisión cómo debía hacerse.
Lo que siguió fue una sorprendente reprimenda del poder ejecutivo. La secretaria de prensa de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, afirmó que el poder judicial se había extralimitado en su autoridad y que el gobierno no tenía la obligación de fletar aviones ni negociar con gobiernos extranjeros bajo orden judicial. El Departamento de Estado también citó complejidades diplomáticas con El Salvador y señaló que el gobierno del presidente Nayib Bukele se había negado a cooperar.
Por qué el desacato al tribunal no es tan sencillo
Muchos se preguntan ahora: si un ciudadano estadounidense se negara a obedecer una orden de la Corte Suprema, ¿no se enfrentaría a cargos de desacato? Entonces, ¿por qué no al presidente Trump?
La respuesta reside en la arquitectura constitucional del gobierno estadounidense.
La Corte Suprema, aunque es la máxima autoridad legal del país, no cuenta con su propio brazo ejecutor. Depende del Poder Ejecutivo —el mismo órgano que la desafía— para su implementación. El alguacil de la Corte Suprema no va a entrar en la Oficina Oval a notificar por desacato al presidente. Así no funciona el gobierno estadounidense.
Además, el lenguaje de la Corte fue deliberadamente cauteloso. Al afirmar que Estados Unidos debe «facilitar» el regreso de Abrego García, los jueces dejaron cierto margen de maniobra interpretativo. Esta ambigüedad podría proteger a la administración de una constatación técnica de desacato. El argumento del gobierno es, esencialmente, que ha intentado facilitar el regreso, pero se ve obstaculizado por una nación extranjera soberana que se niega a cooperar.
En términos legales, el desacato suele requerir el incumplimiento deliberado de una orden judicial clara y específica. Si la orden es ambigua o su cumplimiento es posiblemente imposible debido a acciones de terceros, como la negativa de un gobierno extranjero, resulta sumamente difícil probar el desacato ante un tribunal.
En resumen: si bien las acciones del gobierno pueden desafiar el espíritu de la ley, es posible que no estén violando su letra, al menos no de una manera que los tribunales estén capacitados para castigar.
¿Una crisis constitucional sin remedio legal?
Esta situación no se limita a Abrego García. Plantea preguntas profundamente incómodas sobre los límites de la autoridad judicial y la posibilidad de extralimitación del ejecutivo en la presidencia moderna.
Nunca hemos visto a un presidente negarse rotundamente a acatar una directiva de la Corte Suprema. Incluso Richard Nixon, bajo una inmensa presión durante el Watergate, cumplió una orden judicial de entregar las cintas de la Casa Blanca. Pero la actual negativa a cumplir, disfrazada de ambigüedad jurídica y desafío político, está siendo presentada por la administración como una cuestión de discreción ejecutiva en política exterior.
Ese planteamiento es peligroso.
Implica que mientras el presidente disfrace sus acciones con el lenguaje de la diplomacia o la seguridad nacional, puede neutralizar eficazmente la autoridad de la Corte. De mantenerse, este precedente podría hacer que la supervisión judicial sea irrelevante en futuras disputas relacionadas con inmigración, derechos humanos o mala conducta ejecutiva.
Consecuencias políticas en lugar de legales
Dado que es improbable que la Corte presente cargos de desacato contra un presidente en funciones —y dado que tal esfuerzo fracasaría casi con seguridad sin facultades de ejecución—, los controles restantes deben provenir del Congreso y del pueblo.
Los legisladores demócratas ya se están movilizando. El senador Chris Van Hollen ha anunciado planes para viajar a El Salvador para presionar directamente al presidente Bukele. Otros piden una censura formal o incluso un juicio político, aunque el interés político en tal acción sigue siendo incierto.
Está claro que esto no es un simple contratiempo burocrático. Es una prueba de si Estados Unidos aún funciona bajo el Estado de derecho o si nuestras garantías constitucionales son tan sólidas como quienes ostentan el poder estén dispuestos a respetarlas.
Una pendiente resbaladiza
Si bien Trump puede no ser declarado en desacato hoy, la erosión de las normas legales es un proceso lento. Si una orden de la Corte Suprema puede ser ignorada alegando dificultades logísticas o interferencia diplomática, los futuros presidentes lo notarán. El precedente establecido aquí puede no conducir a un colapso inmediato, pero contribuye al constante vaciamiento de la autoridad judicial.
Y en ese vacío, el poder se acumula en otras partes: en el Poder Ejecutivo, en la política autoritaria, en la idea de que la fuerza da la razón.
Por eso este caso es importante, no solo para Kilmar Armando Abrego García, cuya vida sigue en el limbo, sino para todos los estadounidenses que dependen de un sistema legal justo y funcional.
Porque, al final, el verdadero peligro no es que Trump no sea declarado en desacato.
Es que no tiene por qué serlo.