por Ricardo Ávila
En Long Island, el final de octubre trae la fiesta de “Halloween” (la Víspera de Todos los Santos) – un día en el que mis hijos se portan como si fueran más chiquillos de lo que son. También se comportan así algunos adultos. Rigen la tontería y la codicia.
En la Ciudad de México de mi niñez, octubre traía “El Día de los Muertos”, una pausa que intercalaba la celebración con la solemnidad. El Día de los Muertos era un ritual de adultos elaborado para incluir la participación de los niños.
Mi recuerdo más profundo de una fiesta de Halloween en los Estados Unidos es el de hace unos cuantos años, cuando se nos acabaron los dulces y un chiquillo disgustado, de los que salieron a recoger golosinas, pintó en la acera del frente: “Hijo de… tacaño”.
Mi recuerdo más profundo de la celebración de un Día de los Muertos en Ciudad de México es el de que, siguiendo la costumbre, mis padres me llevaron al cementerio para rendir homenaje a nuestros difuntos con alimentos, canciones, flores y palabras. Una mujer de porte majestuoso, vestida de negro, llegó a una tumba cercana con un piano. Lo hizo poner encima de la sepultura de su difunto esposo y Ie proporcionó un concierto personal.
Mi hija y mis tres hijos dan la bienvenida al “Halloween” como pretexto para comportarse como tontos y mendigar dulces que les destruyan los dientes.
Para mi esposa Annette y para mí, se ha convertido en ocasión de preocuparnos por nuestros hijos y por otros niños que atraviesan las calles sin mirar y a la carrera, de ladridos de perros sin fin y de toques a la puerta constantes, de letreros y envolturas de dulces que limpiar la mañana siguiente.
Algunas veces tengo que tomar un trago para tranquilizarme, y el alcohol no se mezcla bien con la colección de dulces que mis hijos me hacen compartir con ellos a la fuerza. Me produce indigestión y me hace reflexionar sobre el asunto en cuestión: la muerte.
Me parece que la muerte tiene dos sentidos muy distintos en los Estados Unidos y en México. Aquí es el acto fi nal. Allá no es más que una etapa del ser que puede traer gozo y fortaleza a la vida.
Los mexicanos están acostumbrados a celebrar la muerte desde las épocas pre-cristianas o pre-colombinas.
La mayoría de las celebraciones aztecas comprendían sacrificios humanos para complacer a los dioses de la estación y traer éxito en la guerra, los negocios, el matrimonio, la salud y otros asuntos mundanales – aun la paz. El advenimiento de la cristiandad no borró ese modo de pensar. Hoy, a medida que los cortejos fúnebres de Nueva Orleans se hacen cada vez menos frecuentes, los muertos de México pueden disfrutar aún de un velorio rodeados de amigos que saboreen buenos alimentos y bebidas, de música hasta el amanecer, de la despedida ofi ciada por un sacerdote y de un entierro con abundancia de metales y tambores,
Los conquistadores españoles se asombraron al ver calaveras y huesos que decoraban los templos y palacios. Sin embargo, cuando ellos asesinaron en masa a los indígenas, las víctimas no condenaron el acto como un holocausto.
Los miles de muertos no eran más que actos del destino, acontecimientos mundanos.
Ni la tecnología ni la IBM han cambiado las actitudes de los mexicanos hacia la festividad del Día de Todos los Santos. El primer día es para los pequeños muertos, los niños que morarán en el limbo.
Las familias, ricas y pobres, limpian las sepulturas de sus niños muertos y las adornan con juguetes, frutas, cerámicas y fl ores. Los cementerios se convierten en estallidos de colores en las laderas de las colinas.
El naranja brillante de los “sempasuchiti” (clavelones africanos) puede verse por muchas millas.
El segundo día se reserva para los adultos muertos. “Los Fieles Difuntos”. Es la festividad principal. Algunos de nosotros conservamos todavía las tradiciones de la época pre-cristiana.
Pasamos toda la noche visitando a los muertos, ofreciéndoles sus comidas favoritas, dándoles serenatas con un “mariachi” contratado o con nuestras propias guitarras, y manteniendo las velas encendidas.
Las panaderías exhiben su delicioso “pan de muerto” con “huesos” que corren como radios hacia los bordes, salpicado de escarchado blanco o pedacitos de coco. Las familias preparan dulce de calabaza; las mujeres lavan la calabaza y los “tejocotes”; los hombres traen la “panocha” (azúcarturbinado) del mercado; los niños limpian los pedazos de cafi a de azúcar.
Los vendedores de la plaza ofrecen calaveras de dulce y de chocolate, grandes y pequeñas, para que los padres las den a sus hijos – los amigos y los amantes las intercambian. Las calaveras de dulce tienen nombres – Lupita, Petra, Juanito, Carlos – estampados en la frente.
Otros vendedores van de puerta en puerta pregonando máscaras de cartón que representan calaveras y animales.
En los periódicos, se dibuja a los políticos con caras semejantes a calaveras, y se les ridiculiza en verso. Es un día emocionante para los artistas, escritores y poetas. Es un día emocionante, punto. Este año no se celebrará el Halloween estadounidense en nuestra casa.
Juntos, como familia, hornearemos “pan de muerto”; prepararemos postre de calabaza; haremos calaveras, esos cráneos de dulce personalizados, para compartirlos entre nosotros y con los amigos. Serán otra vez los tiempos antiguos.
No puedo esperar para ver las expresiones de las caras de Ricardo, Rafael, Laurie y David, cuando les diga las nuevas emocionantes. Hispanic Link.
(Ricardo Ávila redactó esta nota que forma parte de la colección de columnas clásicas de Hispanic Link, hace 25 años. Con su esposa Annette dejaron Long Island en Nueva York para jubilarse en Rockledge, Florida. Comuníquese con ellos en annetteavila@cfl.rr.com).